lunes, 13 de octubre de 2014

Buenas noches

Pongamos que esta historia trata sobre una ciudad que duerme bajo un denso manto de nubes. Digamos que ese grisáceo cielo tormentoso lleva días ocultando el Sol y que justo esta noche está descargando millones y millones de gotas de agua en forma de lo que llamamos lluvia.
Atrevámonos a decir que  bajo el tejado de alguna casa de alguna ciudad elegida a dedo dormita un niño de doce años con una pierna por fuera de una manta de superhéroes. Con el pelo enmarañado, la boca abierta y marcas de almohada en la mejilla. Parecería que se ha dormido mecido por la nana que provoca el repiqueteo del agua en su ventana, pero hay quien estipula que se ha rendido ante el mero aburrimiento de andar contando ovejas.
Es un chaval normal y corriente. No esconde un gran secreto ni un tremendo potencial que salvará a su generación de un gobierno tirano post apocalíptico. Es un chico que madruga para ver su serie favorita mientras desayuna sus cereales de colores y que rehúsa de hacer los deberes y de bañarse los domingos. No es que tenga muchos amigos en el colegio, pero tampoco es un marginado. No ha demostrado aún interés ni por el sexo opuesto ni por el suyo propio, aunque siente un calor extraño cada vez que la chica de la tercera fila le guiña un ojo en matemáticas. Tiene dos sueños en su vida, ser estrella de rock y escribir una novela de aventuras como las que le leía su abuelo de pequeño.
Intuyamos que nuestro chico se arrebuja entre las sábanas buscando la idónea posición y que está soñando con que su padre vuelve de la guerra y van juntos a tomar helado. Mamá parece triste los días de lluvia y es posible que él crea que existe una relación entre las lágrimas de su madre y los chubascos del cielo. Este pensamiento le rondará la cabeza hasta bien entrados los dieciséis años, tras ver a su madre llorar mientras escucha una canción romántica un soleado sábado de julio.
Imaginemos que la lluvia amaina y que el niño duerme en un ambiente de absoluta y silenciosa calma. Hasta el reloj a pilas de la estantería ha detenido su tedioso tic tac porque se ha quedado sin pilas e incluso yo, el narrador de esta breve historia, comienzo a declinar su labor descriptiva pensando ya en el maravilloso momento de coger la cama.
Así que como si de un profesional del hipnotismo se tratase, os invito a levantar vuestros pesados párpados y a ponerlos rumbo al paraíso de los sueños, donde vuestro cuerpo queda al amparo del edredón y vuestra cabeza sólo se preocupa de buscar la parte fría de la almohada. Buenas noches a los que me estéis leyendo, y buena suerte al niño que duerme en su cama, sin saber que su profesor de Lengua le depara mañana un cruel examen sorpresa.

lunes, 31 de marzo de 2014

Corte en las mangas.

Este fue uno de esos momentos en los que los problemas te sobrepasan. La vida se vuelve una nube gris y enorme que se cierne sobre los hombros de cualquiera con una autoestima endeble y quebradiza que no soporta el peso de la cruda realidad.
Aquella mañana fría, ese cualquiera, fui yo. 
El psicólogo le contó a mis padres que el hecho de que hubiese pasado en noviembre tenía mucho que ver con la llegada del frío y del mal tiempo, aunque también comentó algo sobre el cambio de signo del gobierno tras las elecciones del día anterior. 
Les escuchaba hablar desde la cama de la habitación, con la cabeza enterrada en la almohada y las mantas abrazando mi cuerpo. Quizá lo que más necesitaba por aquel entonces era un abrazo que sólo la ropa de cama sabía darme (si previamente me encargaba de arroparme bien).
Cuando tuvieron la posibilidad de hablar conmigo tras lo ocurrido me preguntaron el por qué. No supe decírselo, o no quise. Las vendas me apretaban y las heridas me escocían. 
Papá, como siempre, lo achacó a un intento de llamar la atención porque desde que nació el bebé estoy en un segundo plano. Gracias padre, si hubiera querido llamar tu atención habría corrido desnudo por el salón durante aquella final de Copa y no me hubiera abierto los brazos desde la muñeca hasta el codo. 
No señor, no buscaba vuestro caso, buscaba matarme y ni siquiera en eso queréis complacerme.
Mamá sin embargo si parecía diferente. Tenía los ojos rojos y caídos, las ojeras marcadas y el rostro demacrado. La boca torcida y la misma ropa del día del "incidente" con las mismas manchas de sangre en el pecho y en las mangas. 
Leí en un libro de biología que los hijos estamos preparados para enterrar a nuestros padres, pero que los padres no lo están para enterrar a sus hijos. Quizá mamá haya levantado la cabeza de la cuna del bebé porque su instinto de madre le avisó de que su primogénito varón se estaba desangrando sobre los azulejos del baño y quizá a partir de ese momento sintió como si ella estuviese muriendo por dentro también. 
Ahora mismo estamos volviendo a casa en coche. 
Aunque me hago el tonto, sé que de vez en cuando mamá me mira por el retrovisor con esa mirada que dice "¿Por qué me has hecho esto?" mientras que papá levanta la vista en cada semáforo para reprocharme que ni soy capaz de suicidarme en condiciones.
 En definitiva podría deciros que he aprendido la lección, que vivir es muy bonito y que quitarse la vida es la solución más cobarde, pero a día de hoy, sólo saco en claro que la próxima vez elegiré una forma de morir que no me deje un conjunto de cuarenta y dos puntos de sutura por brazo.