domingo, 15 de abril de 2012

En lo profundo del bosque

El bosque a las afueras de la ciudad es el lugar perfecto para pasar los domingos. Árboles frondosos, caminos para perderse y arroyos a los que escuchar. En otoño se tiñe de dorado para después cubrir el suelo con un manto de hojas marchitas, pero donde verdaderamente reside su encanto, es en la explosión primaveral que sigue a un invierno suave y distraído.
El bosque es una bocanada de aire fresco y mentolado que despeja las fosas nasales e hincha los pulmones de un aire puro e inocente, virginal de los efluvios tóxicos de la civilización contemporánea. Es la mejor banda sonora de la naturaleza, con sus pájaros silvestres y sus ciervos en celo, con el crujir de las ramas y el mecer de las hojas al viento. Es un lugar de relajación del cuerpo y la mente, de los sentidos, del alma.
Pero, en lo más profundo, pasando la arboleda y cruzando el puente romano, se encuentra un árbol peculiar, un árbol imponente y ennegrecido que preside el centro del bosque con sus ramas retorcidas y desnudas.
Dicen que está maldito, que lo embrujó un demonio malvado envidioso de su esplendida belleza, pero en realidad su maldición es fruto de la Historia, ya que la Santa Inquisición colgaba y quemaba herejes en sus raíces. Cuentan que la sangre de los paganos regaba el suelo y que el árbol bebía sediento hasta la última gota. Cuentan que los gritos agonizantes de los condenados se guardaron en el tronco y que ahora se pueden escuchar si agudizas el oído. Cuentan que los cadáveres se incineraron tan cerca del árbol, que el humo negro calcinó la madera y otorgó un aroma a azufre y carbones digno del mismísimo Infierno.
Pero lo más inquietante es que el árbol sigue despierto y en busca de vidas que seguir arrebatando, por eso cuando algún caminante, desdichado y perdido, se tumba en su lecho para descansar, le absorbe lentamente la vida hasta que pasa a formar parte del macabro abono que lo alimentará para toda la eternidad.

lunes, 9 de abril de 2012

Justicia para todos

Todo está oscuro. No puedo diferenciar cuando amanece o anochece, vivo entre tinieblas. Ya no distingo ni el tiempo ni el espacio, sólo se que la pared está fría y que mi cuerpo tiembla tras los jirones de ropa que me quedan. Estoy preso por ley, me siento solo por dentro. No veo el sol, no veo la luna, ni siquiera escucho la lluvia ni el olor a primavera. La única brisa que percibo es la que provoca el aleteo de los murciélagos, que duermen sobre mi cabeza y aturden mis sentidos con sus chillidos. Los grilletes me hacen daño y la sangre se coagula en mis muñecas. Las heridas no se curan, no cicatrizan, ni las físicas ni las del alma. He sido vejado, humillado, reducido a polvo. He sido tratado como el peor de los villanos, se han olvidado de mi condición de ser humano y no reparan en el hecho de que respiro y padezco como ellos. Que Dios me perdone, pero deseo morir. La muerte es la única respuesta tras la pérdida de humanidad de mis carceleros. El mundo ha perdido su color, mis ganas de vivir han sucumbido tras las llamas de la crueldad y los mordiscos de las ratas. Ya no me queda esperanza sólo desesperación. La comida no sabe a nada, arena insípida con trozos de muerto. Nadie me habla, nadie se ríe, nada se escucha, sólo vacío y oscuridad. Oscuridad y pena, la pena de mi llanto que rebota contra las rocas y me es devuelto como el lamento de un fantasma, algo incorpóreo que arrastra sus cadenas para escuchar algo más que su propia soledad.
Si la pena por amar es esta, el mundo está podrido.