jueves, 1 de septiembre de 2016

Sueño de una noche de verano

Estaba siendo una noche rara de principios de septiembre. En el cielo oscuro propio de la medianoche flotaban dispersos varios nubarrones rosáceos que de cuando en cuando, amenazaban lluvia.
La brisa de finales de agosto nos regalaba un aroma suave a césped recién cortado y a tierra mojada, mientras el silencio sólo se rompía por el canto de los grillos y el regar de los aspersores.
Tumbados bocarriba, estábamos más juntos de lo que cabía esperar. Juraría que  tu brazo izquierdo me recorría el contorno, y que ese conato de abrazo significa más en tu cabeza. Yo me distraía, con la mano en tu pelvis, observando el árbol bajo el que nos habíamos cobijado.
La luz de una farola se filtraba a través de las ramas y las hojas; unas hojas que encontraba perfectas y simétricas, de un verde primavera en pleno declive veraniego. Se mecían por el viento, murmurando cosas sobre nosotros y sobre una luna que no terminaba de asomar.
Llevábamos rato sin mediar palabra, el uno junto al otro, fingiendo no dar importancia a los escasos centímetros que nos separaban, cuando sin previo aviso, un escalofrío me percata de que podía pecar un poco más de picardía.

-Tengo un poco de frío.- comento mientras fuerzo aún más la tiritona. Y así, con la lentitud propia de la ternura, me abrazas fuerte, mientras murmuras, para mi deleite: "Como desees."

lunes, 21 de marzo de 2016

El violinista y su esposa

Todos los días viajo en metro. Mi rutina matinal consiste en perderme bajo tierra, entre un montón de personas desconocidas, deprendando asientos en el vagón para sentarme a leer.
Podría  resumir mis últimos cinco años de vida con estaciones y abonos, pero me gusta más fijarme en la gente de mi alrededor  y asimilar que poco a poco, sus caras difusas se definen.
Puertas que se abren, silbatos que ensordecen y megafonía inteligible. Puertas que se cierran, te has quedado fuera, maldice por lo bajo y siéntate a la espera.
Viajando con un montón de seres humanos  te das cuenta de que la parsimonia es más común de lo que parece. También te percatas de que las escaleras mecánicas tienen carriles y de que toda la población de Madrid se agolpa en Nuevos Ministerios y Avenida de América a las nueve de la mañana, justo delante de la puerta, justo impidiéndote salir.
Ah, Avenida de América, qué parada esa. En un trayecto interminable entre Ciudad Universitaria y mi casa me di cuenta de que es la que más transbordos tiene, siendo el de la línea siete a la cuatro el que me compete esta noche. Es bastante interminable, lleno de escaleras y de gente lenta y adormilada, pero hay una cosa que lo hace maravilloso.
Según sales del tren y caminas,se comienza a distinguir una suave melodía de cuerda que no parece distinta a la de los cientos de músicos y artistas que ponen la gorra en el suburbano.
Cuando por fin llegas al epicentro del sonido, observas a una pareja de ancianos sentados en sillas plegables, viendo la vida pasar.
El hombre, un abuelito calvo y arrugado, es de esos viejos de camisa, chaleco y zapatos brillantes, de misa los domingos y de caramelos de café en los bolsillos. Porta un violín que toca sin cesar mientras espera que la gente eche monedas en su funda, donde también vende sus discos de grandes éxitos.
La mujer es una abuelita teñida de rojo, de carmín en los labios y abrigo abotonado que escucha pacientemente, mano sobre mano, a su marido tocar.
Ella cierra los ojos y escucha, él cierra los ojos y toca. El arco del violín se desliza provocando armonías que retrotraen a la mujer a tiempos de pasado y jolgorio, de juventud y deseo. Después le mira con unas pupilas abiertas donde se entiende un perfecto: "Me enamoré de ti y de tu música."
Como siempre llego tarde y voy con prisa, la bucólica escena no dura mucho. Me pierdo entre la gente, dejando al violín y a los ancianos atrás, pero cuando regreso a ese punto, esta vez de la línea cuatro a la siete, suelen seguir en la misma posición.
Hoy ha sido algo distinto porque estaban de pié cogiéndose de la mano.
Mentiría si no os dijera que me he muerto de la ternura. Sus alianzas brillaban juntas entre sus rugosos dedos y se sonreían con sus dentaduras postizas y con sus labios desgastados de quererse.
Ante una visión así, ¿quién se niega a creer que el amor es como la música, eterna y maravillosa?

domingo, 21 de junio de 2015

Muerte en el metro

La ciudad estaba siendo sacudida por un temporal de tormentas como hacía años que no se veía. Unas lluvias torrenciales que anegaban en pocos minutos alcantarillas y carreteras, calando hasta los huesos a una desconcertada ciudadanía que añadía a su Curriculum Vitae el oficio de bolsita de té.
Los rayos rasgaban el cielo encapotado y los truenos rugían proclamándose soberanos de la noche. Estar por la calle se había convertido en toda una aventura, pero un temporal veraniego no puede detener el corazón latente de una metrópolis que nunca descansa.

Recuerdo encontrarme caminando por una de las arterias principales, una de estas calles que están repletas de tiendas, teatros y taxis. Las gotas de agua que caían de mi flequillo me impedían ver más allá de mis empapadas zapatillas Converse que antaño lucían orgullosas de su verde herbáceo y ahora se limitaban a ser verde cenagal.
Tras pisar varios charcos y escurrirme con dos pasos de cebra, me introduje en la boca de metro más cercana imitando a dos chicas orientales que subidas a sus tacones altos y empapadas hasta las pestañas aún tenían ganas de tomarse fotos.

Recuerdo la primera vez que monté en metro. Al ser un chico de provincia, la idea del subterráneo me fascinaba a la vez que me producía una tremenda claustrofobia. (¿A cuántos metros bajo tierra dices que estamos?) Fue un trayecto corto, de un par de paradas, y al contrario que otras primeras veces, no me dolió nada. Mis padres disfrutaban de ese momento en el que para sus hijos han puesto la Luna en el cielo, y se chuleaban en cuanto a conocimientos de la vida y la ciudad. Los años pasan y los defectos parentales les rebajan de superhéroes a personas humanas vulnerables y sensibles, pero durante esos años conseguían dejarme boquiabierto con las historias sobre el metro o el dentista.
Para mi desgracia ni mis padres pudieron avisarme de lo que me iba a encontrar en el andén. No me estoy refiriendo a los más de veinte minutos de espera que indicaba el cartel, ni a una banda de delincuentes que me esperaba para apuñalarme, ni tampoco al robo autorizado de las tasas del metro.

Durante los primeros minutos no reparé en él. Llegué a un andén medio vacío que denostaba la marcha del tren hacía poco y tras resoplar ante la idea de esperar al siguiente me senté a leer y a hacer recuento de las partes de mi anatomía que no estaban empapadas. Tendría suerte si mis calzoncillos estaban medianamente secos.
No sé por qué lo hice. El porqué me dio por levantar la mirada de aquel libro de García Márquez lo desconozco. Ahora una vez muerto imagino que fue el instinto de supervivencia. Ese chispazo entre neuronas que  avisa  a la gacela de que le están acechando los leones. Ese momento en que la mosca vuela en el último instante y se salva del terrible manotazo. Pero a mí, levantar la vista y ver lo que vi me trastorno hasta niveles letales.

Mis ojos verdes se toparon con otros castaños (Contacto). Una mirada aparentemente neutra cuya neutralidad se quedó vagando en lo anecdótico tras los diez segundos sin parpadear. Reconozco que no estoy acostumbrado al contacto visual con nadie. Soy de los que no suelen mirar a la cara a sus interlocutores así que supongo que mi timidez dio el primer paso y giré la cabeza para seguir leyendo. Y así es como debería haberme quedado, pero estúpido de mí levanté la vista de nuevo para mirar el cartel y percatarme de que me seguía mirando.

Era un chico joven, vistiendo a la moda de pantalones ajustados y camiseta lisa. Llevaba en la muñeca la pulsera y el sello de una discoteca a la que yo iba en la universidad así que supuse que rondaría los veinte años. Estaba cruzado de piernas de una manera que me pareció forzada y sus manos reposaban una encima de la otra sobre su rodilla. No había nada destacable en él, nada aparentemente nocivo, pero esos ojos no dejaban de mirarme y empezaba a sentirme incómodo. 

No era desafiante, simplemente sus ojos se habían tropezado conmigo.
Me armé de valor para volver a echarle el pulso visual. Esta vez no sería yo quien acabara bajando la cabeza acobardado ante la situación, y debí haberlo hecho. Estúpido orgullo.
Fue él, quien con un grácil movimiento giró la cabeza mientras sonreía halagado. (Atrapado)
Esa sonrisa tuvo la culpa. Recuerdo perfectamente esa sensación del mundo deteniéndose, ese parón terráqueo que bien pudo provocar terremotos y erupciones, pero que únicamente demostraba que me acababa de enredar en la telaraña de la atracción y el coqueteo. No encuentro las palabras necesarias para describir esa sonrisa. Era inocente, sencilla, pero a su vez la manera en que sus pómulos se elevaron y su piel se arrugó me pareció tan encantadora que no pude sino más que deleitarme con la visión y notar cómo en lugar de liberarme seguía cayendo más y más en el pozo del enamoramiento repentino.

Debí haberme levantado y haber vuelto a casa en taxi. Debí hacer cualquier cosa que no fuera seguir sentado entrando en su juego, pero una cosa es lo que se debe  y otra lo que se quiere hacer.
El muchacho había sacado el móvil y fingía atender a sus redes sociales mientras de vez en cuando me regalaba un par de pestañeos o más sonrisas cómplices. De pronto todo él me pareció digno de exposición, su cuerpo, su piel, su postura y sobre todo esos ojos oscuros y profundos. Esa oscuridad que emanaban, esa actitud provocadora y esa inyección de encanto  terminaron por perderme. A partir de este momento yo dejé de ser yo. Me entregué totalmente a ese chico  y mi cuerpo se percató entonces de la necesidad de hablar con él. Tenía que levantarme, cambiarme de andén y pedirle su teléfono, su nombre y el matrimonio.

Cuando de repente vi su tren entrando en el andén un profundo horror me poseyó. La gente se levantaba y se preparaba para montarse en el convoy mientras yo sólo podía buscarle tras los cristales. Se sentó dándome la espalda y cuando se pusieron en marcha se giró y me dedico una última mirada de la que pude traducir algo así como: “Ha sido un placer” o quizá algo como: “Ha sido una lástima

Lo último que recuerdo es haberme levantado a toda prisa implorando con mi mano derecha al conductor que detuviera la maquinaria, cómo la desesperación me consumía por dentro y cómo mis retinas me dolían al seguir al metro en movimiento. Habría sido más útil pensar que mi cuerpo se había puesto a andar solo, andar hacia las vías, intentando perseguir al que se había vuelto mi dosis de crack habitual. Podría haberme parado a discernir que estaba cruzando la línea amarilla del suelo y que me estaba precipitando al vacío de los raíles justo cuando el tren efectuaba su entrada en la estación, pero fue más fácil dejarse caer y arrollar. (Acabado)

lunes, 13 de octubre de 2014

Buenas noches

Pongamos que esta historia trata sobre una ciudad que duerme bajo un denso manto de nubes. Digamos que ese grisáceo cielo tormentoso lleva días ocultando el Sol y que justo esta noche está descargando millones y millones de gotas de agua en forma de lo que llamamos lluvia.
Atrevámonos a decir que  bajo el tejado de alguna casa de alguna ciudad elegida a dedo dormita un niño de doce años con una pierna por fuera de una manta de superhéroes. Con el pelo enmarañado, la boca abierta y marcas de almohada en la mejilla. Parecería que se ha dormido mecido por la nana que provoca el repiqueteo del agua en su ventana, pero hay quien estipula que se ha rendido ante el mero aburrimiento de andar contando ovejas.
Es un chaval normal y corriente. No esconde un gran secreto ni un tremendo potencial que salvará a su generación de un gobierno tirano post apocalíptico. Es un chico que madruga para ver su serie favorita mientras desayuna sus cereales de colores y que rehúsa de hacer los deberes y de bañarse los domingos. No es que tenga muchos amigos en el colegio, pero tampoco es un marginado. No ha demostrado aún interés ni por el sexo opuesto ni por el suyo propio, aunque siente un calor extraño cada vez que la chica de la tercera fila le guiña un ojo en matemáticas. Tiene dos sueños en su vida, ser estrella de rock y escribir una novela de aventuras como las que le leía su abuelo de pequeño.
Intuyamos que nuestro chico se arrebuja entre las sábanas buscando la idónea posición y que está soñando con que su padre vuelve de la guerra y van juntos a tomar helado. Mamá parece triste los días de lluvia y es posible que él crea que existe una relación entre las lágrimas de su madre y los chubascos del cielo. Este pensamiento le rondará la cabeza hasta bien entrados los dieciséis años, tras ver a su madre llorar mientras escucha una canción romántica un soleado sábado de julio.
Imaginemos que la lluvia amaina y que el niño duerme en un ambiente de absoluta y silenciosa calma. Hasta el reloj a pilas de la estantería ha detenido su tedioso tic tac porque se ha quedado sin pilas e incluso yo, el narrador de esta breve historia, comienzo a declinar su labor descriptiva pensando ya en el maravilloso momento de coger la cama.
Así que como si de un profesional del hipnotismo se tratase, os invito a levantar vuestros pesados párpados y a ponerlos rumbo al paraíso de los sueños, donde vuestro cuerpo queda al amparo del edredón y vuestra cabeza sólo se preocupa de buscar la parte fría de la almohada. Buenas noches a los que me estéis leyendo, y buena suerte al niño que duerme en su cama, sin saber que su profesor de Lengua le depara mañana un cruel examen sorpresa.

lunes, 31 de marzo de 2014

Corte en las mangas.

Este fue uno de esos momentos en los que los problemas te sobrepasan. La vida se vuelve una nube gris y enorme que se cierne sobre los hombros de cualquiera con una autoestima endeble y quebradiza que no soporta el peso de la cruda realidad.
Aquella mañana fría, ese cualquiera, fui yo. 
El psicólogo le contó a mis padres que el hecho de que hubiese pasado en noviembre tenía mucho que ver con la llegada del frío y del mal tiempo, aunque también comentó algo sobre el cambio de signo del gobierno tras las elecciones del día anterior. 
Les escuchaba hablar desde la cama de la habitación, con la cabeza enterrada en la almohada y las mantas abrazando mi cuerpo. Quizá lo que más necesitaba por aquel entonces era un abrazo que sólo la ropa de cama sabía darme (si previamente me encargaba de arroparme bien).
Cuando tuvieron la posibilidad de hablar conmigo tras lo ocurrido me preguntaron el por qué. No supe decírselo, o no quise. Las vendas me apretaban y las heridas me escocían. 
Papá, como siempre, lo achacó a un intento de llamar la atención porque desde que nació el bebé estoy en un segundo plano. Gracias padre, si hubiera querido llamar tu atención habría corrido desnudo por el salón durante aquella final de Copa y no me hubiera abierto los brazos desde la muñeca hasta el codo. 
No señor, no buscaba vuestro caso, buscaba matarme y ni siquiera en eso queréis complacerme.
Mamá sin embargo si parecía diferente. Tenía los ojos rojos y caídos, las ojeras marcadas y el rostro demacrado. La boca torcida y la misma ropa del día del "incidente" con las mismas manchas de sangre en el pecho y en las mangas. 
Leí en un libro de biología que los hijos estamos preparados para enterrar a nuestros padres, pero que los padres no lo están para enterrar a sus hijos. Quizá mamá haya levantado la cabeza de la cuna del bebé porque su instinto de madre le avisó de que su primogénito varón se estaba desangrando sobre los azulejos del baño y quizá a partir de ese momento sintió como si ella estuviese muriendo por dentro también. 
Ahora mismo estamos volviendo a casa en coche. 
Aunque me hago el tonto, sé que de vez en cuando mamá me mira por el retrovisor con esa mirada que dice "¿Por qué me has hecho esto?" mientras que papá levanta la vista en cada semáforo para reprocharme que ni soy capaz de suicidarme en condiciones.
 En definitiva podría deciros que he aprendido la lección, que vivir es muy bonito y que quitarse la vida es la solución más cobarde, pero a día de hoy, sólo saco en claro que la próxima vez elegiré una forma de morir que no me deje un conjunto de cuarenta y dos puntos de sutura por brazo.

martes, 19 de noviembre de 2013

La encantadora de serpientes

Desde lo más profundo del bosque tropical, llega como cada amanecer, un ritmo oscuro y serpenteante que embauca a todos aquellos oídos que lo escuchan. 
Un sonido silbante y siniestro que suena en el silencio de la selva cuando el canto de los pájaros y demás ruidos selváticos han sido mitigados por el sueño de la noche. Dicen que es una sombra la que silba, que es la triste canción de un espíritu errante, pero nadie se ha atrevido a reptar hasta el lugar donde dicen que mora para comprobar con exactitud lo que las lenguas hablan.
Los primeros rayos de sol revelan la figura de una dama de vestido ondulante cuyos cabellos sisean y se arrastran por las ramas. Una mujer de ojos amarillos y mirada petrificante, de piel escamosa y lengua bífida, que toca una flauta de madera mientras que con los pies capta el compás que le marca una naturaleza sin dueño y que, indómita y salvaje, se abre paso hasta el amanecer.



martes, 5 de noviembre de 2013

Mono

Quiero fumar.
 Pensaba que sería capaz de controlar las ganas, pero es que últimamente me muero por darle una calada a un cigarro.
 Es como tener hambre o sed, mi cuerpo me pide tabaco y no debo dárselo, pero el vacío que me provoca es cada día más grande. Me entra la ansiedad sólo de pensar  que no voy a volver a fumar nunca más, pero tengo que distraerme, tengo que dejar la mente en blanco. Podría entretenerme con la comida, pero sólo me faltaba engordar. De momento las pipas y las series por Internet funcionan, pero joder que ganas tengo de tener un pitillo en la boca.
Echo mucho de menos el sabor del filtro, el sonido del mechero al encenderse y la primera calada. 
Ah... 
Esa primera calada que te inunda  el cuerpo de humo y la sangre de nicotina, que consigue en un suspiro darte ese toque elegante y poderoso que sólo los cigarros saben otorgar.
Amigos míos, estoy que me fumo encima.
 El otro día me echaron el humo sin querer y se me subió el mono, el gorila y toda la línea evolutiva del homo sapiens, pero joder, no fue culpa mía...
Quiero fumar, y ¿sabéis lo peor? Que soy totalmente consciente de que si fumo el tabaco acabará conmigo.