lunes, 1 de noviembre de 2010

Al retrasar una hora el reloj...

Todo se vuelve muy pesado, el tiempo transcurre lento y eterno, el cielo se torna gris, nuboso, inerte, observando desde lo más alto la mediocridad del ser humano.
Las calles se hacen largas y austeras, interminables filas de baldosines húmedos y fríos pisoteados por personas inmersas en pensamientos estúpidos y carentes de realismo.
Los árboles, enfermos, se resignan a ver caer sus espléndidas hojas de color dorado, aguardando silenciosamente aletargarse, bajo la gélida nana invernal.
Los buenos sentimientos se resguardecen en corazones cálidos y confortables, donde es agradable conversar alrededor del fuego de la amistad y la familia.
El viento atraviesa la ciudad, azotando ramas y chocando contra muros de ladrillo, elevándose gracilmente y jugando con el humo , que negro y tóxico emerge de las chimeneas, contaminando el oxigeno que respiro.
Caminando solo, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, dirigiendome a un lugar no determinado, me siento pequeño, muy pequeño, casi minúsculo, en la víspera de Todos los Santos.

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