domingo, 21 de junio de 2015

Muerte en el metro

La ciudad estaba siendo sacudida por un temporal de tormentas como hacía años que no se veía. Unas lluvias torrenciales que anegaban en pocos minutos alcantarillas y carreteras, calando hasta los huesos a una desconcertada ciudadanía que añadía a su Curriculum Vitae el oficio de bolsita de té.
Los rayos rasgaban el cielo encapotado y los truenos rugían proclamándose soberanos de la noche. Estar por la calle se había convertido en toda una aventura, pero un temporal veraniego no puede detener el corazón latente de una metrópolis que nunca descansa.

Recuerdo encontrarme caminando por una de las arterias principales, una de estas calles que están repletas de tiendas, teatros y taxis. Las gotas de agua que caían de mi flequillo me impedían ver más allá de mis empapadas zapatillas Converse que antaño lucían orgullosas de su verde herbáceo y ahora se limitaban a ser verde cenagal.
Tras pisar varios charcos y escurrirme con dos pasos de cebra, me introduje en la boca de metro más cercana imitando a dos chicas orientales que subidas a sus tacones altos y empapadas hasta las pestañas aún tenían ganas de tomarse fotos.

Recuerdo la primera vez que monté en metro. Al ser un chico de provincia, la idea del subterráneo me fascinaba a la vez que me producía una tremenda claustrofobia. (¿A cuántos metros bajo tierra dices que estamos?) Fue un trayecto corto, de un par de paradas, y al contrario que otras primeras veces, no me dolió nada. Mis padres disfrutaban de ese momento en el que para sus hijos han puesto la Luna en el cielo, y se chuleaban en cuanto a conocimientos de la vida y la ciudad. Los años pasan y los defectos parentales les rebajan de superhéroes a personas humanas vulnerables y sensibles, pero durante esos años conseguían dejarme boquiabierto con las historias sobre el metro o el dentista.
Para mi desgracia ni mis padres pudieron avisarme de lo que me iba a encontrar en el andén. No me estoy refiriendo a los más de veinte minutos de espera que indicaba el cartel, ni a una banda de delincuentes que me esperaba para apuñalarme, ni tampoco al robo autorizado de las tasas del metro.

Durante los primeros minutos no reparé en él. Llegué a un andén medio vacío que denostaba la marcha del tren hacía poco y tras resoplar ante la idea de esperar al siguiente me senté a leer y a hacer recuento de las partes de mi anatomía que no estaban empapadas. Tendría suerte si mis calzoncillos estaban medianamente secos.
No sé por qué lo hice. El porqué me dio por levantar la mirada de aquel libro de García Márquez lo desconozco. Ahora una vez muerto imagino que fue el instinto de supervivencia. Ese chispazo entre neuronas que  avisa  a la gacela de que le están acechando los leones. Ese momento en que la mosca vuela en el último instante y se salva del terrible manotazo. Pero a mí, levantar la vista y ver lo que vi me trastorno hasta niveles letales.

Mis ojos verdes se toparon con otros castaños (Contacto). Una mirada aparentemente neutra cuya neutralidad se quedó vagando en lo anecdótico tras los diez segundos sin parpadear. Reconozco que no estoy acostumbrado al contacto visual con nadie. Soy de los que no suelen mirar a la cara a sus interlocutores así que supongo que mi timidez dio el primer paso y giré la cabeza para seguir leyendo. Y así es como debería haberme quedado, pero estúpido de mí levanté la vista de nuevo para mirar el cartel y percatarme de que me seguía mirando.

Era un chico joven, vistiendo a la moda de pantalones ajustados y camiseta lisa. Llevaba en la muñeca la pulsera y el sello de una discoteca a la que yo iba en la universidad así que supuse que rondaría los veinte años. Estaba cruzado de piernas de una manera que me pareció forzada y sus manos reposaban una encima de la otra sobre su rodilla. No había nada destacable en él, nada aparentemente nocivo, pero esos ojos no dejaban de mirarme y empezaba a sentirme incómodo. 

No era desafiante, simplemente sus ojos se habían tropezado conmigo.
Me armé de valor para volver a echarle el pulso visual. Esta vez no sería yo quien acabara bajando la cabeza acobardado ante la situación, y debí haberlo hecho. Estúpido orgullo.
Fue él, quien con un grácil movimiento giró la cabeza mientras sonreía halagado. (Atrapado)
Esa sonrisa tuvo la culpa. Recuerdo perfectamente esa sensación del mundo deteniéndose, ese parón terráqueo que bien pudo provocar terremotos y erupciones, pero que únicamente demostraba que me acababa de enredar en la telaraña de la atracción y el coqueteo. No encuentro las palabras necesarias para describir esa sonrisa. Era inocente, sencilla, pero a su vez la manera en que sus pómulos se elevaron y su piel se arrugó me pareció tan encantadora que no pude sino más que deleitarme con la visión y notar cómo en lugar de liberarme seguía cayendo más y más en el pozo del enamoramiento repentino.

Debí haberme levantado y haber vuelto a casa en taxi. Debí hacer cualquier cosa que no fuera seguir sentado entrando en su juego, pero una cosa es lo que se debe  y otra lo que se quiere hacer.
El muchacho había sacado el móvil y fingía atender a sus redes sociales mientras de vez en cuando me regalaba un par de pestañeos o más sonrisas cómplices. De pronto todo él me pareció digno de exposición, su cuerpo, su piel, su postura y sobre todo esos ojos oscuros y profundos. Esa oscuridad que emanaban, esa actitud provocadora y esa inyección de encanto  terminaron por perderme. A partir de este momento yo dejé de ser yo. Me entregué totalmente a ese chico  y mi cuerpo se percató entonces de la necesidad de hablar con él. Tenía que levantarme, cambiarme de andén y pedirle su teléfono, su nombre y el matrimonio.

Cuando de repente vi su tren entrando en el andén un profundo horror me poseyó. La gente se levantaba y se preparaba para montarse en el convoy mientras yo sólo podía buscarle tras los cristales. Se sentó dándome la espalda y cuando se pusieron en marcha se giró y me dedico una última mirada de la que pude traducir algo así como: “Ha sido un placer” o quizá algo como: “Ha sido una lástima

Lo último que recuerdo es haberme levantado a toda prisa implorando con mi mano derecha al conductor que detuviera la maquinaria, cómo la desesperación me consumía por dentro y cómo mis retinas me dolían al seguir al metro en movimiento. Habría sido más útil pensar que mi cuerpo se había puesto a andar solo, andar hacia las vías, intentando perseguir al que se había vuelto mi dosis de crack habitual. Podría haberme parado a discernir que estaba cruzando la línea amarilla del suelo y que me estaba precipitando al vacío de los raíles justo cuando el tren efectuaba su entrada en la estación, pero fue más fácil dejarse caer y arrollar. (Acabado)

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