lunes, 21 de marzo de 2016

El violinista y su esposa

Todos los días viajo en metro. Mi rutina matinal consiste en perderme bajo tierra, entre un montón de personas desconocidas, deprendando asientos en el vagón para sentarme a leer.
Podría  resumir mis últimos cinco años de vida con estaciones y abonos, pero me gusta más fijarme en la gente de mi alrededor  y asimilar que poco a poco, sus caras difusas se definen.
Puertas que se abren, silbatos que ensordecen y megafonía inteligible. Puertas que se cierran, te has quedado fuera, maldice por lo bajo y siéntate a la espera.
Viajando con un montón de seres humanos  te das cuenta de que la parsimonia es más común de lo que parece. También te percatas de que las escaleras mecánicas tienen carriles y de que toda la población de Madrid se agolpa en Nuevos Ministerios y Avenida de América a las nueve de la mañana, justo delante de la puerta, justo impidiéndote salir.
Ah, Avenida de América, qué parada esa. En un trayecto interminable entre Ciudad Universitaria y mi casa me di cuenta de que es la que más transbordos tiene, siendo el de la línea siete a la cuatro el que me compete esta noche. Es bastante interminable, lleno de escaleras y de gente lenta y adormilada, pero hay una cosa que lo hace maravilloso.
Según sales del tren y caminas,se comienza a distinguir una suave melodía de cuerda que no parece distinta a la de los cientos de músicos y artistas que ponen la gorra en el suburbano.
Cuando por fin llegas al epicentro del sonido, observas a una pareja de ancianos sentados en sillas plegables, viendo la vida pasar.
El hombre, un abuelito calvo y arrugado, es de esos viejos de camisa, chaleco y zapatos brillantes, de misa los domingos y de caramelos de café en los bolsillos. Porta un violín que toca sin cesar mientras espera que la gente eche monedas en su funda, donde también vende sus discos de grandes éxitos.
La mujer es una abuelita teñida de rojo, de carmín en los labios y abrigo abotonado que escucha pacientemente, mano sobre mano, a su marido tocar.
Ella cierra los ojos y escucha, él cierra los ojos y toca. El arco del violín se desliza provocando armonías que retrotraen a la mujer a tiempos de pasado y jolgorio, de juventud y deseo. Después le mira con unas pupilas abiertas donde se entiende un perfecto: "Me enamoré de ti y de tu música."
Como siempre llego tarde y voy con prisa, la bucólica escena no dura mucho. Me pierdo entre la gente, dejando al violín y a los ancianos atrás, pero cuando regreso a ese punto, esta vez de la línea cuatro a la siete, suelen seguir en la misma posición.
Hoy ha sido algo distinto porque estaban de pié cogiéndose de la mano.
Mentiría si no os dijera que me he muerto de la ternura. Sus alianzas brillaban juntas entre sus rugosos dedos y se sonreían con sus dentaduras postizas y con sus labios desgastados de quererse.
Ante una visión así, ¿quién se niega a creer que el amor es como la música, eterna y maravillosa?

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